martes, 7 de abril de 2015

La quietud de la montaña.

Asciendo lentamente una pista sombría, rodeada de árboles… interminable. Inconscientemente centro la vista en el suelo, inmediatamente después de la rueda, para no ver qué esta rampa empinada no acaba nunca. Sólo oigo el jadeo de mi respiración, y, de vez en cuando, alguna despistada piedra que sale despedida al ser pisada por mi rueda trasera. 




Voy ascendiendo lenta, dolorosamente, cada pedaleo cuesta, hace arder mis piernas, y hace sentirme que perderé las fuerzas en cualquier momento… pero sigo. El placer de poder ver el paisaje que me rodea desde lo más alto, me hace continuar. 

Finalmente la pista deja de ser sombría, y pasa a estar bañada por el sol, abrasador, implacable. Por fin, me atrevo a mirar adelante, y me sorprendo al ver que esta rampa imposible llega a su final. Orgulloso y satisfecho aprieto un poco más, y alcanzo la cima. Miro al cielo, y veo un buitre planear, buscando alguna presa. Cierro los ojos, y entonces lo oigo: quietud, calma.



Oigo a los pájaros cantar, a las cigarras quejarse de un calor, que, aun siendo primaveral, ya empieza a ser abrasador. Oigo el agua correr por las fuentes. Oigo al viento soplar, con fuerza, como siempre hace por estas tierras. Oigo el latido de mi corazón, que late con fuerza, quejándose por el esfuerzo. 

Después de un largo rato de escucha, abro los ojos, y veo el paisaje. Veo el Ebro a lo lejos, abajo, muy abajo, y más allá extendiéndose como un muro infranqueable la Serra de Cardó-el Boix. Creo estar en la cima del mundo, pero miro atrás, y no es así. La montaña sigue, culminando en una inmensa roca que parece mirarme desde allá arriba, y burlarse de mí, retándome a alcanzarla. Busco una pista que siga subiendo, pero no hay nada, sólo un sendero, practicable a pie, pero desde luego, no con mi bicicleta. 

De nuevo he sido vencido por la montaña. Siempre me pasa, asciendo hasta llegar a creer que estoy en la cima del mundo, pero no es así, siempre hay una cima más alta. La montaña me enseña humildad, pero también me enseña gratitud, y pasión por el esfuerzo. Aun no llegando a la cima, la vista es sobrecogedora, desde la inmensa mole de piedra que observa desde lo alto, hasta el profundo y amplio valle que se extiende hasta el horizonte. La montaña me recompensa mi esfuerzo con fría agua que brota de la piedra, limpia, cristalina… y potable. Aprovecho para recargar, y me preparo para el descenso. Un largo y frenético descenso, que me volverá a llevar al principio, al inicio de mi ruta. Esto me hace reflexionar de nuevo, la montaña siempre gana. Por mucho que ascienda, por mucho que quiera permanecer en ella, siempre he de volver a bajar, la cima es su territorio, nadie se queda en ella. 

Con esta reflexión en la mente, vuelvo a montar, fijo mis pedales, y vuelvo a concentrarme en la pista, esta vez de forma diferente, sintiendo el viento zumbar en mis oídos, el traqueteo de la bicicleta, rebotes, sensaciones, concentración total, cuando desciendes rápido, cualquier despiste te puede salir caro. Pero vale la pena.

Llego al final de la pista con los brazos doloridos, pero, de nuevo, con una agradable sensación de satisfacción. Vuelvo la vista y veo otra vez la cima. Desde esta distancia, ya no parece tan imponente. Mientras pienso esto, un punto negro en el cielo llama mi atención: es el buitre, que me acompañó en mi ascenso. Desde aquí se ve, aunque pequeño, aún más imponente que la montaña, volando en círculos, con las alas extendidas al viento.



Esto me hace llegar a otra reflexión: por más alta que sea la montaña, más alto está el cielo.



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